Imagínese un totem en medio de una plaza, y alrededor de el, una multitud famelica danzando al ritmo de un tambor. El tambor y las ropas de los danzantes, no tienen tradición alguna, es una imagineria que alguien que creyó ser capaz de escudriñar el pasado, armó para tratar de tener una conexión mística con una época que se imaginan grandiosa.
El totem por su parte es solo cartonería pintada, representa en la cima al líder de una secta, debajo de el a sus acólitos designados. A pesar de ser solo eso, una fila de hombres armados lo custodia.
La multitud danza, gesticula y cuando alguien se acerca demasiado al círculo del ritual, rompe en gruñidos contra los que no sean parte de su grupo.
No muy lejos de ahí, en un mullido espacio, el sujeto representado en el totem, desayuna sus viandas importadas y pasa a consulta con su médico privado en el hospital personal que se construye dentro de su fortificación. Más temprano pudo hablar con su sucesora designada, darle órdenes y seguir enseñandole los detalles de como seguir las ceremonias que adormecen a la turba. El sabe que con ella tiene garantizado el poder hasta sus últimos días, y la cuota de poder que mantendrá a su estirpe libre de la pesada carga del trabajo por muchas generaciones.
En la plaza, los danzantes no flaquean, los más viejos descansan en ratos y aprovechan para contar a los curiosos fuera del círculo, la profunda experiencia de gritar en la bola. La gente fuera del círculo no entiende que impulsa a los bailantes. Pero la plaza está sucia, la lluvia más que limpiar enlodo todo, los insectos vuelan por todos partes, las fiebres son cada vez más comunes.
En medio del círculo, una iluminada afirma haber encontrado el paraíso mismo. Se oyen aplausos. Alguien desfallece, los otros lo celebran como signo de trascendencia. Pasa un día y otro y nada mejora.