No se puede no recocer la definitiva
amplitud alcanzada por las protestas derivadas del secuestro y
desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, donde, hay que
decirlo, lo mas notable no es la dimensión de las protestas en la
capital sino la emergencia de las protestas sociales en el interior
del país y particularmente en estados donde la opresión de los
gobiernos locales y el conservadurismo habían cancelado las
expresiones publicas de descontento.
Las protestas han desnudado a la clase
política que de no ser por esto tendría ya todos sus esfuerzos en
la elección intermedia de 2015. Han revelado lo obvio, la ciudadanía
desprecia a esa clase política en todas sus facetas y denuncia su
criminalidad, su homogeneidad en la corrupción, su simbiosis con los
medios de paga y los grupos plutocraticos y su búsqueda de riqueza
saqueada desde las arcas publicas.
Pese a lo novedoso de las protestas
actuales, se tiene que reconocer que no son solo la consecuencia de
los terribles hechos de Iguala, son la suma de procesos sociales en
los que la protesta y la organización de la sociedad se han
construido desde hace decadas. Son también el resultado de procesos
recientes que cayeron en el fracaso como el #YoSoy132 y el movimiento
por la paz de Sicilia, o que de hecho eran movimientos de la derecha
para protegerse de ser sustituida por competidores económicos como
los paramilitares de las autodefensas en Michoacan.
Y tanto la historia reciente como la
historia profunda han pasado por el filtro de la cultura popular, del
olvido cada vez mas inmediato, del peso de la propaganda mediática y
los intentos de la clase política por mantener la dirección de los
procesos sociales. Esto nos lleva a un momento que es políticamente
fértil para la organización social y los cambios políticos, pero
también frágil en cuanto a sus alcances.
Y esta fragilidad se expresa con
situaciones que parecen favorecer la inmovilidad o la radicalización
de los sujetos. Las detenciones arbitrarias, los actos de violencia
en las demostraciones publicas y los focos de terrorismo diverso
parecen un acercamiento a una realidad dictatorial aun cuando las
libertades civiles estén mayormente vigentes.
Estrategia no accidente.
Hay muy poco de lo que sucede en las
manifestaciones publicas que sea imprevisible. Esto es valido tanto
para el gobierno como para la sociedad. Pero desde ambos lados
señalan sorpresa ante hechos que sabían que sucederían porque los
conocen, los toleran y los aprovechan.
Las detenciones arbitrarias son un caso
evidente, las policías en México son históricamente ejemplos de
brutalidad. Hay muy pocas acciones complejas que lleven a cabo ademas
del robo sistemático a la población o las labores de contrabando y
bandidaje. Por eso cuando están en situaciones que involucran
multitudes las únicas herramientas que pueden usar son las
detenciones arbitrarias y los golpes. Hay mucho de ficción en creer
en los mensajes tóxicos que desde las redes señalan que hay
instrucciones sofisticadas a los granaderos como -golpear familias o
estudiantes-. Estas cosas las hacen porque básicamente esa
corporación y las demás que integran las policías, están formadas
por sociopatas con patologías diversas que buscan esas posiciones de
poder para ejercer la violencia que de otro modo no podrían.
Estos personajes actúan con la
potestad legal de un mando político que a su vez sabe que el
control que tiene dentro de las instituciones esta sostenido por la
complicidad entre el y sus subordinados. Si estos subordinados son
cretinos violentos y el mando político es de cretinos que desprecian
a la sociedad y solo buscan el poder y la riqueza de un cargo
político. No habría por que extrañarse de sus cargas masivas y
malintencionadas contra las multitudes que se manifiestan.
Pero también hay que añadir, que esto
no implique la ausencia de planes por parte del gobierno en cuanto al
usa de la fuerza. El gobierno tiene suficiente capacidad para valorar
el nivel de riesgo de violencia y para intervenir y acelerar o frenar
procesos de violencia en las manifestaciones. Y la evidencia de la
historia reciente habla de que en la capital el pacto muy poco velado
entre la federación y el GDF esta orientado a acelerar y exhibir la
violencia. Ademas de inducir el terror con las detenciones
arbitrarias. Y tras todas sus acciones recurren a una larga colección
de eufemismos que caen en lo absurdo para justificarse. Y es que por
muy obvias que sean sus acciones saben que de ser honestos tendrían
que reconocer que actúan con la intención de degradar la
organización social, de aterrorizar a la ciudadanía y mostrar con
esas acciones de terror que es mas seguro estar del lado del poder
aun cuando se tenga que rechazar la ética y la moral.
Vale la pena señalar que esto es una
constante sin importar el color del partido en el gobierno. No ha
habido ningún esfuerzo concreto por discutir los temas de seguridad
publica a profundidad desde los gobiernos de esa falsa izquierda
partidista, aun cuando seria desde ahí que se hubiera esperado esa
intención. Los hitos históricos en esa área muestran en realidad a
mafias políticas replicando practicas históricas de brutalidad y
corrupción. Tres puntos álgidos en esa historia son la contratación
de un fanático de la represión; Rudolph Giuliani quien fungió como
asesor anti crimen en el DF cuando en 2002 gobernaba AMLO. Luego la
propia masacre de Iguala ordenada por un narcotraficante reciclado
como político por el PRD y sus partidos anexos y finalmente la
creciente violencia de parte de las policías de estados gobernados
por esa “izquierda” hacia las manifestaciones no con la intención
de detener la violencia o a los involucrados en ella, sino de
aterrorizar a la sociedad. A estas alturas el que alguien siga
considerando a esa colección de partidos como izquierda seria un
acto de ingenuidad o fanatismo enfermizo. En realidad esos partidos
son instituciones que administran la complicidad criminal.
Street fighters
Por parte de los grupos que desde la
sociedad participan en las manifestaciones con el afán de
confrontarse con la policía; han demostrado que parten de supuestos
mas ingenuos pero igualmente cuestionables. En principio asumen que
la multitud que acude a una marcha debe aceptar sus acciones o de lo
contrario les esta “traicionando”. También parecen esperar que
no tengan consecuencias de sus acciones o por lo menos que estas sean
de solo las consecuencias propagandísticas que vuelvan viral su
ideología. Sin embargo siguen siendo los mismos grupos reducidos de
origen universitario que han sido desde hace años. Grupos que por cierto suponen una excepcionalidad moral donde todas sus acciones son validas y efectivas, algo que al final le cuesta a la sociedad en detenciones y a ellos en credibilidad.
Un hecho es que las confrontaciones con
la policía si implican a actores que voluntariamente se organizan y
se preparan para ello. Los infiltrados o provocadores son cuando
mucho una herramienta para exacerbar los ánimos de quienes
previamente se prepararon para la violencia. Y aun cuando la
violencia en las manifestaciones sea por una honesta convicción
política; en los hechos no hacen mas que magnificar los alcances de
una manifestación a limites fuera de la realidad.
Los mitos de la sociedad movilizada.
Pero no solo en las manifestaciones
sino en otras expresiones políticas se suponen alcances mas grandes
de los que el nivel de organización que poseen puede lograr. Hay
una mítica muy potente en cuanto a la mascara como elemento de
clandestinidad que no pasa de un simulacro dado que el resto de su
vida sucede en la esfera publica y no tienen intención de
abandonarla para tomar caminos de clandestinidad efectivos. Ademas
hacer esta critica no parte de un sesgo contra alguna teoría
política, en los hechos todas las teorías políticas de izquierda
han tenido episodios donde promueven acciones exageradas en su
argumentación o su alcance. Cada año se lanzan consignas huecas que
llaman a paros nacionales, huelgas generales y otras iniciativas
irreales que parten de criterios paranoicos. No faltan tampoco los
llamados burdos a alzamientos o insurrecciones armadas sin en el
menor criterio de realidad.
Caen en la épica ilusoria donde se
construyen que hay una guerra definitiva en curso o en las
intoxicaciones informáticas donde asumen que toda la información
que reciben les señala su éxito.
Y si las demás quimeras fallan queda
el mito del estallido social, usado como chantaje social. Las
quimeras que pueden representar la sensación de clandestinidad, las
imaginarias señales de éxito y la convicción de fe en un argumento
indeterminado. No son las únicas formas en que se puede pretender
influir de manera global en la sociedad.
Hay un recurso mítico que es tan
ambiguo que lo mismo puede venir de las organizaciones sociales o de
los partidos en el poder. El -estallido social-. No es que las
sociedades no puedan tener episodios de hartazgo que sucedan de
manera casi espontanea. Pero el usar el estallido social como
argumento de meta o de chantaje es suponer que quien lo dice tiene
control sobre la sociedad como para ordenar o prever un evento de esa
magnitud. Puede esgrimirse desde la derecha para argumentar un
aumento en la opresión. Desde los gremios corruptos como chantaje
presupuestal. Desde la izquierda cuando exagera su presencia en la
sociedad. Desde la falsa izquierda partidista al argumentar por que
es necesaria. O desde la intelectualidad mediocre para construirse
sueños de opio sobre el futuro. En el fondo sin importar de donde
venga este tipo de pensamiento parte de criterios fundamentalmente
autoritarios. Pretende hacer política desde la convicción de que
todos los no iniciados en el discurso propio son por lo menos
irrelevantes o simplemente ciegos a la catástrofe inminente. Hay
mucho de apocalíptico en este mito.
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